El vino tiene una larga historia y cada botella puede tener la suya, lo que contribuye muchísimo a la fascinación que ejerce esta bebida. Pero su papel en la historia de nuestra cultura es incluso más amplio y más profundo. El vino es una de las primeras creaciones de la humanidad y ha ocupado una plaza privilegiada en numerosas civilizaciones. Por otra parte, representa toda una serie de descubrimientos relacionados con las primeras reacciones químicas efectuadas por el hombre: la fermentación y la oxidación.
Es imposible saber quién fue el primer viticultor. Las grandes civilizaciones de la Grecia y de la Roma antiguas situaban el origen del vino en la prehistoria y rodeaban su nacimiento de leyendas. El antiguo Egipto nos ha dejado listas de vinos: los egipcios mencionaban incluso la añada, el viñedo y el nombre del vinificador en sus jarras: fueron las primeras etiquetas. Los babilonios llegaron a promulgar leyes reglamentando la explotación de una tienda de vinos.
En la Epopeya de Gilgamesh, la primera obra de ficción de la literatura universal, datada hacia el año 1800 a. de C., se habla en términos poéticos de un viñedo mágico formado por piedras preciosas. Es posible hacer vino incluso con uvas silvestres. Gracias a los azúcares concentrados en los granos y a la abundancia de su jugo, la uva es el único fruto con una tendencia natural a fermentar. De este modo, cuando la uva está madura, su jugo entra en contacto con las levaduras, presentes naturalmente en la piel de las bayas. Si el jugo se encuentra en un recipiente, el vino se hará solo.
Es posible imaginarse a un hombre de la Edad de Piedra depositando unos racimos maduros en algún tipo de recipiente —pote de arcilla, bol de madera u odre de piel— y dejándolos fermentar, quizá por haberse olvidado de ellos.
Cuando hace calor, es cuestión de horas. Después de unos días, el líquido obtenido será una especie de vino. ¿Quién fue el primero que bebió ese zumo excitante y delicioso? No lo sabremos jamás, pero él —o ella— vivió posiblemente la experiencia de la primera «resaca». Elemento festivo o de ceremonia religiosa, medicamento o antiséptico, el vino ha desempeñado numerosos papeles. Pero uno de los acontecimientos cruciales de su historia se remonta a fechas relativamente recientes: el dominio del arte de la crianza. El hecho de poder guardar un vino durante años —y conseguir mejorarlo en barricas o en botellas— marca el nacimiento del vino de calidad.
El primer viñedo
Es probable que se produjeran vinificaciones accidentales en todas partes donde hubiese a la vez uvas en estado silvestre y población humana. Un paso muy considerable fue franqueado con el cultivo de la vid. Los arqueólogos pueden determinar si las pepitas encontradas en yacimientos habitados provienen de uvas silvestres o cultivadas. Se han descubierto pepitas de vid cultivada en el Cáucaso, al este del mar Negro. Tienen una antigüedad de unos siete mil años. Así, puede decirse que el primer viñedo fue plantado con toda probabilidad entre los actuales territorios de Turquía, Georgia y Armenia. Sabemos que en esta región, cuyo clima y relieve son particularmente propicios al cultivo de la vid, crecía antaño en estado silvestre.
Vino y religión
El aspecto esencial de este primer período de la historia del vino es que los griegos de la antigüedad —y a continuación los romanos— le reservaban un importante lugar en sus vidas. Por esta razón, y sobre todo por sus usos religiosos y rituales, el vino se convirtió en un elemento clave de la civilización occidental. Ya en tiempos de la antigua Grecia también los chinos conocían el vino, pero no lo explotaban de forma sistemática. El cultivo de la vid aparece igualmente en ciudades de Persia y de la India, aunque no deja en ellas huellas muy profundas. En cuanto a la América precolombina, sus culturas jamás descubrieron el vino pese a la presencia de vides silvestres y a la existencia de civilizaciones refinadas.
La práctica y las creencias cristianas descienden en línea recta de los rituales griegos y romanos. El empleo del vino en forma sacramental está ligado directamente con el judaísmo, pero las similitudes más fuertes aparecen en la comparación con el culto griego de Dioniso, dios del vino, y de Baco, su equivalente romano. Según la leyenda, Dionisio llevó el vino a Grecia desde Asia Menor, la actual Turquía. Hijo de Zeus, Dionisio tuvo un doble nacimiento, uno humano y otro divino (el mito es bastante oscuro, al menos para nosotros), y en el primero su madre era una simple mortal, Semele. Este dios era la vid y el vino era su sangre.
LOS DIOSES DEL VINO
Dioniso era el dios de la vid y del vino, aunque muchos otros, con leyendas análogas, aparecen en las más diversas civilizaciones con notable regularidad. .
En Egipto, el dios del vino era Osiris, al que se evocaba como el vino
Cuando el cristianismo se convirtió en religión dominante, hizo desaparecer a Dioniso y a Baco. La desvergüenza que caracterizaba las bacanales fue considerada sacrílega por los primeros obispos, sobre todo porque en ellas participaban las mujeres.
Los romanos, cuya expansión coincidió con el declive de Grecia incorporaron los dioses griegos adaptándolos a sus características. Así, Dioniso se convirtió en Baco, nombre que ya recibía en las ciudades griegas de Lidia, en Asia Menor. De dios del vino, Baco se convirtió en salvador y su culto se extendió sobre todo entre las mujeres, los esclavos y los pobres, hasta el punto de que los emperadores intentaron prohibirlo sin dem siado éxito.
El cristianismo, cuyo desarrollo es indisociable del Imperio romano, asimiló numerosos símbolos y ritos báquicos, y atrajo, en los p meros tiempos, a las mismas categrías de fieles. La significación de la eucaristía es un tema demasiado complejo para ser evocado en pocas líneas. Digamos simplemente que el vino de la comunión era por lo menos tan necesario en una asamblea de cristianos como la presencia de un sacerdote. Gracias a este lugar vital que ocupaba en las prácticas religiosas, el vino subsistió incluso durante el sombrío período de las invasiones bárbaras que acompañaron la decadencia de Roma.
LAS REGIONES VITÍCOLAS DEL ANTIGÜEDAD MEDITERRÁNEA
Los egipcios, los sumerios y los romanos daban un nombre a sus viñedos y discutían para establecer cuáles eran los mejores vinos. El país que la Biblia llama Ganaán —tal vez Fenicia o Siria— era famoso por su vino. «El vino de los lagares de Daha es tan abundante como el agua viva», escribió un cronista egipcio. Daha se encontraba en alguna parte del país de Canaán, donde los egipcios compraban madera para sus construcciones y, desde luego, vino. Según la Biblia, los hebreos habían traído de Ganaán un racimo de uvas tan grande que fueron necesarios dos hombres para transportarlo.
El Antiguo Testamento está lleno de referencias a viñedos. Los romanos dejaron esmeradas definiciones de los mejores vinos de Italia. En el más alto rango se situaba el de Falerno, localidad al sur de Roma, que estaba considerado como el mejor de la época, seguido de los vinos de Alba (los montes Albanos de la actualidad). En Pompeya, gran puerto vitícola de la Italia romana, un comerciante en vinos se hizo tan rico que pudo mandar construir a su costa el teatro y el anfiteatro de la ciudad. Los romanos apreciaban también los vinos de España, de Grecia y —en la época imperial— los de la Galia, el Rin y el Danubio.
Los monjes y el vino
El vino estaba estrechamente relacionado con el estilo de vida mediterráneo. Al norte de los Alpes, las actividades sedentarias —como el cultivo de la vid— estaban en peligro frente a las oleadas de temibles invasores. Solamente la Iglesia, que necesitaba vino y era capaz de garantizar una continuidad de consumo, permitió la supervivencia de la viticultura. Cuando Europa consiguió salir de esos tiempos tempestuosos, los viñedos se encontraban precisamente alrededor de monasterios y catedrales.
Los monjes no se contentaron con hacer vino: lo mejoraron. En la Edad Media, los cistercienses de Borgoña fueron los primeros en estudiar el suelo de la Cóte d’Or, en transformar los viñedos seleccionando las mejores plantas, en experimentar con la poda y en elegir las parcelas no expuestas a las heladas, que eran las que daban las uvas más maduras. Rodearon sus mejores viñedos con muros: los dos que sobreviven, aunque sólo sea a través del nombre, son una prueba de la perspicacia de estos monjes viticultores. Los cistercienses de Kloster Eberbach hicieron lo mismo en el Rheingau. Todos sus esfuerzos tendían a producir un vino destinado no solamente a la misa, sino a la venta, ya que los monjes desempeñaron un papel esencial en el comercio de vinos durante la Edad Media.
El paulatino retorno a una cierta tranquilidad permitió la expansión de los viñedos y reanimó el comercio. El vino nunca había perdido completamente su valor de bien de cambio:
durante la alta Edad Media (del siglo V al X aproximadamente), por los mares occidentales surcados de piratas, los navíos mercantes zarpaban discretamente de Burdeos o de la desembocadura del Rin rumbo a Gran Bretaña, Irlanda o más al norte todavía. Cualquier jefe bárbaro regaba sus fiestas convino; el ermitaño más aislado siempre lo necesitaba para la comunión.
Con esta resurrección del negocio aparecieron las grandes flotas del vino:
centenares de barcos iban hasta Londres o los puertos de la Hansa. Los ríos también se convirtieron en importantes rutas comerciales: las barricas repletas de vino eran pesadas y difíciles de mover, por lo que el transporte por barco resultaba el más indicado.
Para el hombre medieval, el vino o la cerveza no eran un lujo, eran una necesidad. Las ciudades ofrecían un agua impura y con frecuencia peligrosa. Al desempeñar el papel de antiséptico, el vino fue un elemento importante de la rudimentaria medicina de la época. Se mezclaba con el agua para hacerla bebible. Pocas veces se tomaba agua pura, al menos en las ciudades. «El agua sola no es sana para un inglés», escribió en 1542 el erudito británico Andrew Boorde.
Grandes cantidades de vino circulaban en aquella época. En el siglo XIV las exportaciones de Burdeos hacia Inglaterra eran tan importantes que su media anual no fue superada hasta 1979. El rey Eduardo II de Inglaterra encargó el equivalente de más de un millón de botellas con ocasión de su boda con Isabel de Francia, en 1308. Bajo el reinado de Isabel 1, casi tres siglos después, los ingleses bebían más de cuarenta millones de botellas de vino por año para una población de poco más de seis millones de habitantes.
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